Por: Luis Felipe Gutiérrez Hoyos
A Ramón no le gustan los lugares ajenos al entorno familiar, pero la mañana de aquel caluroso martes, hace tres años ya, Ramón sería llevado a un pet shop. Allí recibiría, aparte del baño, una buena motilada con derecho a perfume al final de la jornada.
En la casa creemos que lo único que disfrutó Ramón de su viaje fue la caminada hasta el lugar. Sujetado por una cadena que mi madre amarraba a sus manos, nuestro perro movía la cola, pavoneándose con una exquisita felicidad, a la vez que dejaba líquidas huellas en los árboles y sólidos recuerdos en el pavimento. Pero no sabía nuestro amado Ramón lo que se le avecinaba.
El horror del regreso
Reflejando la tristeza y el temor en la mirada (quizás entonces él sí sabía lo que se le venía), Ramón se quedó en su jaula esperando su sesión de belleza. “Tranquilo Ramoncho. En un par de horas vendremos por vos”, le dije.
Mi madre y yo regresamos por el mismo camino. Recorrimos las seis cuadras hablando banalidades hasta llegara a casa. Pasado el medio día, mi madre sirvió el almuerzo y justo cuando me metía el primer sorbo de sopa a la boca, unos extraños ruidos se sintieron en la puerta de la entrada. Afanado, corrí a abrir la puerta.
Con el lomo encorvado, las orejas y el culo caídos y, los ojos brotados, con su color blancuzco y aún sin bañar, llegó Ramón. Se había fugado del pet shop y sin saber cómo, recorrió las seis cuadras y cruzó la 80 (una de las avenidas más congestionadas de Medellín). La sorpresa y la ira se apoderaron de nosotros.
Suena el teléfono en ese instante. Mi mamá contesta. Alguien, al otro lado de la línea: “Doña Beatriz, doña Beatriz, Ramón se nos voló”. Mi madre apaciguada le responde: “¡Pues claro malparido hijueputa, si ya llegó aquí a la casa!”.
Venganza, venganza, yo sólo quería venganza. Por el temor de ir a la cárcel no lo maté, pero algo había que hacer.
De modo que, al otro día, me fui cargado de la mierda y los orines acumulados y los introduje en una bolsa; después, arranqué con Ramón a ejecutar el “atentado”. Al llegar al salón canino, opté por mirara a balcón del segundo piso, donde trabajaba el imbécil ése que dejó volar a Ramón. Apreté entonces la bolsa con la inmundicia, mientras atinaba la dirección.
Al lado izquierdo, de camisa negra se encuentra Luis Felipe Gutiérrez Hoyos, escritor de la anterior crónica.
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